La
sociedad democrática ha sido producida por nuestras necesidades y el
gobierno por la maldad de los monárquicos; la primera promueve
nuestra felicidad positivamente, uniendo entre sí nuestros afectos;
el otro crea las diferencias. La primera protege, el segundo castiga
injustamente. La sociedad democrática, en la que no estamos, es una
bendición; el gobierno monárquico, incluso en su mejor forma, no es
más que un mal; en su forma peor es insoportable.
La
justicia que complace a la monarquía es, en primer lugar, la del
privilegio. La igualdad como principio, la desigualdad como sistema.
El fuero como norma y la inmunidad como fin. Es lo que procura por
encima de todo la impunidad del poder en medio de grandes protestas
de seguridad y democracia. El derecho y los jueces son un instrumento
de la política, y el llamado poder judicial una herramienta que el
poder real, el fáctico, puede utilizar a su arbitrio al servicio de
sus intereses privados. La razón jurídica del estado de derecho
queda subordinada a la razón del poder fáctico. Las exigencias de
justicia, a los criterios de oportunidad y conveniencia. Si los
máximos de los crímenes de corrupción o terrorismo de estado
forman o han formado parte de la clave de bóveda del sistema
político, de tal forma que su incriminación puede hacer estallar la
urdidumbre y la trama de los consensos que están en la base de este
sistema monárquico: consenso político, consenso institucional y
consenso jurisdiccional; que respondan todos menos los máximos
responsables. El príncipe es inviolable. No responde ante nadie. El
poder judicial no pasa de ser un subpoder. Juzga y hace ejecutar lo
juzgado siempre que no invada la justicia de palacio o no toque el
corazón del sistema corrupto.
Es el
“príncipe” el que protege al derecho, no el derecho al
“príncipe”. El rey hace los jueces y cuando cogobernaba con
Franco, también a los obispos.